Escrito por Dania Dumi
Ayer recordé una imagen de mí en el Metro. De mí en el Metro cargando una caja de zapatillas, mirando cómo venían mis gatitas nuevas al interior de una caja de zapatillas. De mí en el Metro, temerosa por no saber si podría o no ser lo que ellas necesitaban. De mi en el Metro, queriendo detener todo el mundo sólo para ellas.
En 2015, la banda Belle and Sebastian se presentó a algunas cuadras de mi casa, en el centro de eventos Chimkowe, justo cinco días después de la llegada de las gatitas a mi hogar.
Al llegar a casa, puse la caja sobre la mesa. Sobre ella había un mantel verde con un florero, y a su lado, la entrada para ese show. El florero fue lo primero que quebraron cuando llegaron, y el ticket fue lo primero que una de ellas mordió, incluso rompiendo parte de la misma.
Cuando vi a una de las gatitas con la entrada entre sus pequeñas patas, le pregunté “¿te gustan?”. Obviamente no me respondió, pero luego vi que la otra gatita nos estaba mirando. “¿Y a ti? ¿Te gustan?”, le pregunté.
Intento recordar cuándo fue la primera vez que escuché a Belle and Sebastian. Me pregunto si aún estaba en el colegio. ¿Los leí en alguna Rockdelux desfasada? ¿Fue antes de la serie Teacher? ¿Me los presentó mi hermano mayor? No logro recordarlo con exactitud, pero mientras lo pienso, me doy cuenta de que eso no tiene mayor relevancia. En general, cuando uno necesita cierto tipo de afecto —o ciertos tipos de afectos—, este llega sin que uno lo busque demasiado, y ahí, justo cuando llega, es cuando el mundo se detiene solo. Como con Belle and Sebastian, la banda. Como con Belle y Sebastian, mis gatas.
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